Llegará un día en que la raza humana
se habrá secado como planta vana,
y el viejo sol en el espacio sea
carbón inútil de apagada tea.
Llegará un día en que el enfriado mundo
será un silencio lúgubre y profundo:
una gran sombra rodeará la esfera
donde no volverá la primavera;
la tierra muerta, como un ojo ciego,
seguirá andando siempre sin sosiego,
pero en la sombra, a tientas, solitaria,
sin un canto ni un ¡ay! ni una plegaria,
sola, con sus criaturas preferidas
en el seno cansadas y dormidas
(madre que marcha aún con el veneno
de los hijos ya muertos en el seno).
Ni una ciudad de pie... Ruinas y escombros
soportará sobre los muertos hombros.
Desde allí arriba, negra, la montaña
la mirará con expresión huraña.
Acaso el mar no será más que un duro
bloque de hielo, como todo, oscuro.
Y así, angustiado en su dureza, a solas
soñará con sus buques y sus olas
y pasará los años en acecho
de un solo barco que le surque el pecho.
Y allá, donde la tierra se le aduna,
ensoñará la playa con la luna,
y ya nada tendrá mis que el deseo,
pues la luna será otro mausoleo.
En vano querrá el bloque mover bocas
para tragar los hombres, y las rocas
oír sobre ellas el horrendo grito
del náufrago clamando al infinito.
Ya nada quedará; de polo a polo
lo habrá barrido todo un viento solo:
voluptuosas moradas de latinos
y míseros refugios de beduinos;
oscuras cuevas de los esquimales
y finas y lujosas catedrales;
y negros, y amarillos y cobrizos,
y blancos, y malayos y mestizos
se mirarán entonces bajo tierra
pidiéndose perdón por tanta guerra.
De las manos tomados, la redonda
tierra circundarán en una ronda
y gemirán en coro de lamentos:
—¡Oh cuántos vanos, torpes sufrimientos!
La tierra era un jardín lleno de rosas
y lleno de ciudades primorosas;
se recostaban sobre ríos unas,
otras sobre los bosques y lagunas.
Entre ellas se tendían finos rieles
que eran a modo de esperanzas fieles,
y florecía el campo, y todo era
risueño y fresco como una pradera;
y en vez de comprender, puñal en mano
estábamos, hermano contra hermano;
calumniábanse entre ellas las mujeres
y poblaban el mundo mercaderes;
íbamos todos contra el que era bueno
a cargarlo de lodo y de veneno...
Y ahora, blancos huesos, la redonda
tierra rodeamos en hermana ronda.
Y de la humana, nuestra llamarada,
¡sobre la tierra en pie no queda nada!
Pero quién sabe si una estatua muda
de pie no quede aún, sola y desnuda,
y así surcando por las sombras, sea
el último refugio de la idea.
El último refugio de la forma
que quiso definir de Dios la norma
y que, aplastada por su sutileza,
sin entenderla, dio con la belleza.
Y alguna dulce, cariñosa estrella,
preguntará tal vez: —¿Quién es aquella?
—¿Quién es esa mujer que así se atreve,
sola, en el mundo muerto que se mueve?
Y la amará por celestial instinto
hasta que caiga al fin desde su plinto.
Y acaso un día, por piedad sin nombre
hacia esta pobre tierra y hacia el hombre,
la luz de un sol que viaje pasajero
vuelva a incendiarla en su fulgor primero
y le insinúe: —Oh fatigada esfera,
¡sueña un momento con la primavera!
Absórbeme un instante: soy el Alma
universal que muda y no se calma...
¡Cómo se moverán bajo la tierra
aquellos muertos que su seno encierra!
¡Cómo pujando hacia la luz divina
querrán volar al que los ilumina!
Mas será en vano que los muertos ojos
pretendan alcanzar los rayos rojos.
¡En vano! ¡En vano!... ¡Demasiado espesas
serán las capas, ay, sobre sus huesas!...
Amontonados todos y vencidos,
ya no podrán dejar los viejos nidos,
y al llamado del astro pasajero
ningún hombre podrá gritar: ¡Yo quiero!...